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jueves, 23 de junio de 2016

El Umbral

Cuando quiso darse cuenta, el cielo ya había oscurecido. No creyó que la tarde fuera a complicarse y acabó de comer tranquilamente en aquel restaurante familiar sin prisas, pensando en lo que se encontraría al cabo de una hora aproximadamente. Normalmente la gente piensa que todos esos lugares suelen ser iguales, "visto uno, vistos todos". No era un experta en arte, y tampoco pretendía serlo, pero le gustaba fijarse en los detalles, admirar el mármol, la textura de la piedra, las figuras tallada en ella, los suelos, los techos...desde luego, no todos esos lugares eran iguales; cada uno tiene algo que le hace especial. Antes de entrar, siempre le gustaba imaginarse, al igual que haría un crío, cómo el tiempo de pronto se detenía  como si se tratara de una puerta hacia otro mundo, hacia otro universo. Un lugar extenso, vasto, sin límites, donde encontraría sus fantasías e ilusiones, sin miedo a ser censurada . Todo aquello sucedía dentro de su corazón y de su alma, y de esa manera nadie podía  juzgarla. Aquellas puertas siempre conducían a la libertad, al placer de saberse sola, de que nadie repararía en ella, porque la estrella, el protagonista, era el edificio, el templo, y hacía allí recaían todas las miradas. 
Salió del restaurante y ante su sorpresa, la tarde sí se había complicado: había empezado a llover, y fuerte. Decidió iniciar el camino hacia el objetivo de su visita dando brincos por las calles, como si la lluvia fuera a hacerle daño, hasta que fue consciente de que realmente aquella lluvia que le caía por el rostro era como una bendición: agua limpia para su alma, para llevarse todo lo que pudría  el corazón. Dejó de correr y optó por dejarse llevar por el ritmo de la lluvia y absorberla poco a poco. 
A pocos metros del templo se colocó el cabello, la ropa, se limpió el agua de la cara con la mano, e intentó parecer  decente, digna de entrar en un lugar así. Había personas que no tenían en cuenta nada de eso.  Creía que el respeto hacia los lugares como aquel nunca debía perderse. Un mínimo de silencio, de saber estar, de cierta sumisión, eran requisitos esenciales para un alma buscadora de paz. En las moradas de los dioses, no eres nada. Era algo que le salía de lo más profundo de su alma, la humildad de quien agacha la cabeza ante algo más grande que su persona. Vengan de donde vengan, sean cuales sean sus casas, merecen respeto.
Pagó su entrada e inició el viaje. Abrió la puerta y traspasó el umbral. 
Folleto en mano, olvidó por completo la ruta, los numeros indicando qué era cada cosa y hacía donde debía dirigirse, porque sencillamente, no podía seguirlo. Entrar en un templo es perder el rumbo,  los sentidos no sirven para nada;  el espíritu conduce los pasos del buscador. Primero miró hacia al suelo, luego alzó la vista a las alturas, y allí se encontró la grandeza  de los arcos, de la bóveda, de la sencillez de la estructura. Recordó como una vez, estando en una abadía francesa, la guía cantó un breve "kyrie eleison" (señor, ten piedad) en una basílica con un techo muy similar en altura a áquel, y se le erizó el vello y le asomaban las lágrimas. La perfección de la música, de las matemáticas, de la veneración al dios en una simple frase antigua resonó por todo el templo sin nada que envidiarle a un sonido envolvente moderno. Aquello fue extraordinario. Mientras dirigía sus pasos involuntarios hacia el lateral de la nave, fue consciente de que estaba sola, de que el templo permanecía en penumbra y del sonido de la lluvia contra las pequeñas vidrieras.Cerró los ojos y siguió caminando entre las filas de columnas, y de vez en cuando le tentaba volver a abrirlos  y pasear la mirada hacia el otro lado de la nave, porque a veces, se creía observada por el mismo templo, como si tuviera un alma propia que vigilara los pasos de quien osa entrar en él. Recordaba  aquella mítica escena de una de las películas de Indiana Jones, en que para conseguir cruzar un gran abismo, debía recitar una pequeña plegaria poniendo toda su fe en que lograría alcanzar el otro lado sin saber muy bien cómo hacerlo al no existir paso para ello. Resultaba que el abismo creaba una ilusión óptica en la que parecía que no había lugar por el que avanzar, pero un pequeño camino se dibujaba camuflado entre ambos lados del vacío. Y así, recitando la plegaria y con toda su fe, conseguía pasar.
Quizá la vida sea eso, recitar una plegaria mientras el camino está bajo nuestros pies.Y evidentemente, no sabemos que está ahí.
No sabía exactamente qué esperaba encontrar detrás de una de esas columnas; imaginaba a un antiguo rey, quizá a una antigua campesina, en otras ocasiones a un sacerdote,..personas que estuvieron allí, que pasearon como ella lo hacía, que quizá también cerraban los ojos, y que quizá también se sentían libres así.
Sintió el peso del tiempo en su corazón: se encontraba  entre unos muros que lo habían  visto todo en los últimos mil años.Qué grande el hombre que es capaz de construir la eternidad en piedra. Qué grandes los dioses qué le dan esa capacidad de recrear su morada en la tierra. 
Cuando el rey y  la campesina  desaparecieron, se colocó delante del altar, y allí sintió una vez más, su pequeñez y su libertad, y decidió sentarse, seguir con el viaje.
Le llegó el sonido de la tormenta del exterior, y pidiendo perdón por tan enorme placer, se encogió en el banco echando la cabeza hacia atrás como si quisiera abarcar la altura del templo con todo su cuerpo; con cada nuevo aliento  se engrandecía y comenzaba a extenderse, se transformaba. Ya no había brazos, ni piernas... era una robusta columna, un ancho arco, una gárgola, un muro, una torre, una nave, era el mismo templo. Por fin, ya no era una caricatura, ni una máscara, era ella en todo su esplendor, en toda su belleza. Y se regocijaba en ello, y le gustaba. Al tiempo sonó la melodía divina, la acompañante a la tormenta, el repicar de las campanas.
Nunca imaginó que en aquel momento aparecería el susurro, que el universo se transformaría  dentro del universo. Tantas veces le había oído decir, "adéntrate en la penumbra, quédate quieta, observa, adéntrate en la penumbra..." y tantas veces había soñado con aquel momento.. Apareció como el rey y la campesina, entre las columnas, cómo ella sabía que pasaría. Y poco a poco su extensión volvió a recuperar su forma corporal y ya no era el templo, era el susurro de aquel hombre que oraba en la pequeña capilla al otro lado de la nave. Cúantas veces se escuchó a sí misma decirle lo que anhelaba de él, de su interior. De que veía a través de sus ojos y de su corazón. De que no soportaba el dolor de saberse rechazada desde el principio, pero " yo veo igual que tú, siento igual que tú". Y el susurro dejó de escucharse en el templo. Huyó de ella, se amagó.El silencio se hizo insoportable y de pronto sintió la pérdida de la esperanza y de la ilusión " nunca nadie entenderá esto" y volvió a rezar para cruzar el abismo y encontrar el camino a sus pies y encontrarlo a él. Siempre creyó que nadie mejor que él la comprendería, que la intuiría, que vería aquella extensión de si misma, cómo se transformaba.Hasta aquel momento siempre había sido una aparición, un ensueño, como los fantasmas de los que pasean inconscientes por sus palacios creyendo que todavía los poseen. Pero su susurro en aquel rincón del templo le demostró que estaba allí, sólo que querer acercarse a él le produjo el mismo dolor y la misma herida que le produjo  Psique a Eros intentado ver su bello rostro con la lámpara de aceite.La curiosidad le abrasó. Y eso sintió ella, el dolor de  quien se sabe herido antes de tiempo. El susurro se desvaneció porque su curiosidad le acercaba a él peligrosamente. En la morada de los dioses, no sois nada.
Alguien encendió las luces y se dio cuenta de que la lluvia había dejado de golpear con fuerza las vidrieras. Las voces de los visitantes oscurecieron la melodía divina. Siguió mirando hacia el rincón , esperando.Finalmente, se irguió del banco, y echó a andar despacio, con miedo de volver al otro lado. Dejó  detrás de si la penumbra, al rey, a la campesina y al sacerdote. Siempre miraba hacia el templo una última vez con la emoción de quien deja algo que no sabe si volverá a ver algún día. Y al cerrar la puerta, cerró una vez más  su alma, se colocó  la máscara y volvió a ser una caricatura.
De su visita el templo, como otras veces, quedó el recuerdo de su belleza  envolviéndolo todo y el eco del susurro del hombre en su corazón. Mientras serpenteaba por las calles de vuelta al coche, anheló volver a ver a través de sus ojos y a sentir lo que él siente cuando ambos se adentran en la penumbra. Pero eso no volvería a suceder hasta que no volviera al templo, a casa.